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Dos son multitud

Creo que dos blogs son demasiados blogs. Me temo que me voy a unificar otra vez. Una isla basta, lo otro es archipiélago. Ya lo dice el refrán, casa con dos puertas, mala es de guardar. Donde dice casa, poned blog.

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Han vuelto a mi mente unas declaraciones del rector de la Complutense, Carlos Berzosa, el otro día, en la presentación del poemario de Antonia Cortés. Aprovecho para decir que Berzosa me parece un tipo curioso, un perfil curioso, al que seguir la pista. Parece uno de esos tipos serios y recios, catedrático de Economía, pero luego resulta ser afin a Izquierda Unida y entre sus preocupaciones más sinceras siempre está África, los más miserables. Ojo.

Total que Berzosa recordaba sus pinitos como recitador de versos, sus sudores y lágrimas en un homenaje a Antonio Machado pero, sobre todo, la lectura de unos versos de Bertolt Brecht, el día de su investidura como rector. «Nadie advirtió que eran versos», confesó. Estaba nervioso, pinzado, atenazado quizá por el miedo, el de ser cabeza visible de un universidón de dimensiones municipales.

Nadie ha nacido para ser rector, para ser nada. Nasío pa’ matar, a lo sumo. De hecho, cuando me encuentro con Berzosa en algún acto, me pongo en su piel y me entra una pequeña angustia; desarrollo cierta empatía oral y siento ese canguelo de saberse ante un auditorio lleno de gente inteligente que quiere escucharte. Luego va y se lanza, y fluye entre ideas que cuajan en palabras, y sale al paso. Al final se sale al paso, del brete, del trance, si uno le echa ganas. «Al final me hice al cargo», dijo. «Uno se acostumbra a todo, hasta a ser rector». No se puede vivir siempre con miedo, con presión, de algún modo el cuerpo se inventa unas trastiendas en las que ubicar todos esos malos humores. Aunque esta idea tiene su reverso, porque también están quienes no generan esos mecanismos y al final lo pagan. Me decía este viernes un amigo periodista que curra para el PSOE que Carlos Chivite acabó pagando con la muerte todo aquel tenso proceso de negociación Ferraz-Sarasate, que acabó con el UPN de Sanz gobernando. Un derrame cerebral.

Digamos que esa es la versión dramática de la gestión de la presión: a veces puede macharte y llevársete al otro barrio. Prefiero pensar en la opción vitalista, estaréis conmigo. Aquello del elefante encadenado, al que la cadenita le atenazaba de pequeño, y le impedía escapar. Creció y llegó a creer que la cadenita seguía frenando su salida. Todo el mundo puede ser rector, si uno se pone a ello. Si tiene ganas, claro. Puede ser hasta Obama. Yo sería incapaz de ser coreógrafo o el jardinero de Bricomanía, por mucho más que lo intentara, pero por falta de interés, más que nada. Otras cosas, a lo mejor sí.

Me quedé con la copla, que enlaza con una idea que llevo detrás de la oreja desde hace tiempo, de la vida como juego de la Nintendo, como SuperMarioBros real y a lo bestia con etapas que uno va superando hasta casi dominarlas. Berzosa se hizo al cargo y llegó a recitar poemas con toda soltura, con trazas de su admirado Ángel González, y es un error y casi una cobardía pensar que nosotros no podríamos hacerlo también.

Un día de furia

Lo que le pasó ayer a Emilio G. es un calco de lo que se cuenta en la película Un día de furia. Habría que conocer las causas precedentes que motivaron que este tipo cogiera una maza y se lanzara contra todo lo que pillase en la herriko taberna de su pueblo, más allá de que su piso quedó destrozado por el ataque que sufrió la sede del PSE en Lazkao. Los abertzales que pasan por ahí, pasada la lluvia de mazazos, sueltan un muy significativo «se lo llevarán a la Audiencia», que sintetiza y refleja mejor que nada la mentalidad del radikal vasco común, ese raciocinio siniestro, frío, psicopático. «Que le caigan ocho años».

«Ojo por ojo, diente por diente», llega a soltar el tal Emilio, al que ya se la ha terminado la existencia más o menos normal en un pueblo en el que su padre fue concejal, socialista y que, como tantos, tuvo que largarse con el rabo entre las piernas. A veces uno se plantea si ese «ojo por ojo» que ha puesto en práctica este hombre no resultaría una medida eficaz para acabar con el terrorismo, que lo dudo, o si hay dignidad en ese arrebato de justicia por la vía rápida. Yo veo dignidad en el ataque de este hombre a una situación de permanente injusticia y veo dignidad en ese estallido de cólera, ira, desesperación que se traduce en esos golpes sin control contra todo lo que representa el fascismo en Euskadi. Luego poblarán la localidad con pancartas de Emilio G. faxista, muy en la línea  democrática que se practica en la causa proetarra.

 A este tío se le ha jodido la vida, el piso ya lo tenía jodido, pero quizá encuentre una dosis de consuelo al saber que al menos su dignidad no se la han pisoteado. Que se enfrentó al funesto stablishment de la violencia. Lo hizo con violencia, también, pero con una violencia quizá simbólica, desesperada, en defensa propia, defensa de nuestros derechos más básicos como ciudadanos.

Entre los muros

Así se llama la película educativa, Entre les murs (La clase), que no llegó a triunfar en los Oscar pero que ahí estuvo, a las puertas, con su bajo presupuesto y sus actores haciendo de sí mismos. Es curioso ver los títulos de créditos y comprobar como personaje e intérprete coinciden en casi todos los casos.

Es cierto que esta película ha tenido grandes loas por su tono no catastrofista, que plantea una guerra, la de la educación, no del todo perdida, ni tan siquiera en focos tan delicados como la banlieu parisina, la de la racaille, que diría Sarkozy, con ese tono chulesco que le debe de poner (excitar) a la Bruni.

Me gustó la película, cosa que eso no quiere decir que sea buena, que yo creo que lo es. Hay mucho recomendador de películas que las recomienda vivamente por que le han gustado a él, a ella, es decir, porque se identificaba con el personaje, o porque le ayudó a resolver algún galimatías estructural que llevaba dentro. A mí La clase me atrajo por una vocación mía didáctica que creo tener y que algún día me gustaría incluso desarrollar/experimentar. No le gustó tanto a Lucía Etxebarria, que la vimos en el cine Verdi, con esa pinta como de salón rococó-kitsch-vintage que es todo ella. «Pues a mí no me ha gustado», o algo así, vino a decir, a la salida.

Pero, vamos, la peli presenta ese panorama multicultural y multisocial en el que educar es una labor titánica, sobre todo a adolescentes inquietos y tirando a conflictivos. El más conflictivo, Souleymane, originario de Mali, es verdad que crea problemas: no trae libros a clase, no hace la tarea, está todo el día cizañeando, es incluso violento, tutea al profesor… Y, bueno, hay suspicacias, detalles, que por qué el profesor siempre emplea nombres como occidentales para sus ejemplos y nunca un Khumba o Rashid y cosas así. Pero, coño, si ese es el infierno educativo de la aldea global, de la desesparanza suburbial y de la generación de la falta de atención…, suave me parece.

Creo que habría que rodar una La clase en versión española, en un instituto del tipo barrio León XIII, el del amigo Carcaño. Y no es por ir con el rollo de Francia es mejor que España, tal, tal, pero no sé, a mi esos chicos me parecieron bastante participativos, bastante dignos, bastante defensores de unas ideas más o menos propios, conscientes de su pertenencia a un origen, sea africano o francés por adopción. La manera con que abordan un ejercicio que les plantea el profesor, el de los autorretratos, me pareció inviable en más de un instituto azotado por el informe PISA. Una de las chicas reconoció haber leído La república, de Sócrates (pa’ mí que era de Platón) y que le gustó como «el tío» va por ahí preguntando a la gente cosas y tocándoles un poco los cojoncillos por su bien. «Habla de todo, de política, de religión, de amor, de arte….». No me imagino esa senbilidad en una Yeni o Vanesa cualquiera de nuestro sistema educativo.

Tampoco me los imagino hablando de usted o levantándose cuando llega un profesor, como quizás tampoco imagino a una autoridad educativa defendiendo esas fórmulas de protocolo, no reñidas con una flexibilidad y hasta cierta creatividad en la manera de transmitir los conocimientos. Pero hablo a golpe de intuición.

laclase

El retrovisor futuro

Vamos a ver qué tal funciona el experimento de publicar aquí, de vez en cuando, (tranqui Carlos), algún post en plan postal, en el sentido amplio de esa palabra de nuevo cuño, mientras seguimos en el otro blog con las náuGrafías. Ángel Duarte y Holzer son promotores de esta idea, yo no quería, oiga, no quería…

Hay un título de cuadro de Kanishka Raja, autor indio, que se me ha quedado grabado en la memoria: «En el futuro, nadie tendrá pasado» (‘In The Future No One Will Have A Past’). ¿A qué viene esto? pues a que puede ser posible que esa premonición agorera sea realidad. Como la película del islandés aquel, El hombre sin pasado. ¿Qué constituye el pasado de la gente del presente? Asuntos y trastornos de tipo político, primero, y económico después, se me ocurre así ahora.

Depuraciones, purgas, exilios, posguerras con hambre, emigraciones, el tío que se va a América, los gallegos que emigran a Argentina, a Suiza, hasta constituir una quinta provincia, en plan diáspora galaica, el cura medio rojeras que abandona la orden para casarse con una viuda de un republicano, etc. Todo ese material del que se nutre el cine español y que constituye ese pasado más o menos dramático y, por tanto, digno de ser sacralizado de alguna manera mediante el arte.

¿Cuándo se extingue esa concepción del pasado? Jugando a ser historiadores de la elucubración, yo diría que, en España, con la celebración del Mundial’ 82. Y el último vestigio del ayer, de ese ayer generador de telefilmes con éxito de audiencia, resultar ser el intento de golpe de Estado del 23-F, año 1981. El discurso tranquilizador y llamante a la calma del rey Juan Carlos será el último capítulo de tipo histórico nacional que un Pérez Galdós contemporáneo prosilizaría. (Y el 11-M, quizás, pero el terrorismo es un fenómeno más aislado, nuevo, como ajeno al desarrollo de esa historia un poco causa-efecto en la que andábamos.)

¿Qué batallitas contaremos a nietos y demás descendencia? Que si la crisis, el terrorismo, los atentados, bla, bla. Pero me temo que dramas seguirá habiéndolos e historias sangrientas también, más o menos cerca, para entretener a las futuras generaciones. Me temo que el cuadro de Kanishka Raja no se refería tanto a esa falta de pasado tremebundo, sino a la difusión de tipo familiar, social, vital, de raigambres varias que provoca una existencia en clave globalizadora.

Como el pasado de los hijos de diplomáticos, errabundo, quizá nuestra gente futura vea en su pasado unos fotogramas desdibujados, borrosos, a los que aferrarse a duras penas, desprovistos de cualquier tipo de asidero afectivo, humano, auténtico, real.

Hace cosa de un mes, el blog aquí instalado se me fue al garete. No podía entrar, toquitear, manipular, subir post. O posts. Levemente desesperado, me tuve que mudar a Blogger. Perdí lectores con el cambio, sobre todo porque no les pude avisar de mi inesperada mudanza. No podía entrar aquí para decirles que estaba allá.

Ahora ya me he vuelto a crear un hueco en otra isla pixelada, a la fuerza ahorcan, expresión que nunca he entendido y que ni sé si viene al caso aquí. Anthony y Sheri, de WordPress, me han atentido muy simpáticamente, cuando por fin he dado con ellos vía Automattic. Pero ya es demasiado tarde y demasiado mareo el volverme a quedar aquí. Os espero en Blogger.

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Eduardo

Hace poco leí una página estupenda sobre Hemingway y Pamplona en el Diario de Noticias de Pamplona. Se ha escrito mucho sobre Hemingway y Pamplona, sí, pero quizá no se haya pensado tanto. Se cumplen en 2009 cincuenta años de la Revolución cubana, pero también cincuenta años de la última visita de Ernest Hemingway a Pamplona, escritor enamorado de Cuba, como todos sabéis, en la que pasó temporadas durante veinte años. Enamorado también de las fiestas de San Fermín, extrañas novias geográficas las suyas. Quizá no tan extrañas. Porque la Pamplona sanferminera es lo más parecido a una Habana loca en la que, tras los velos tupidos del alcohol, a veces surge un inesperado espacio para el reencuentro humano. Ese es el triunfo de San Fermín, o lo era al menos antes, un indescriptible triunfo de la humanidad ante la rigidad burguesicapitalista. Y Hemingway lo supo describir en Fiesta.

Me gusta que Hemingway pasara por Pamplona. Nunca conocí a Hemingway, ni a nadie que le conociera, que hablara con él, que me contara una anécdota de él y Pamplona. Mis abuelos tenían un bar, el Ulzama, calle San Nicolás, pero creo que deberían haber colocado, sin faltar a la verdad, aquello de Hemingway never ate here (que viene significando: «Este es uno de los pocos bares de España en los que Hemingway no empinó su ilustre codo»).

Podríamos enrollarnos muchos sobre Hem,  pero no lo haremos, quizá otro día. ¿Cuántos pamplonicas han leído Fiesta? Me atrevería a decir que pocos. Nuestro antichovinismo connatural nos conduce a cosas como que a ningún centro educativo se le ocurra incluir ese libre entre las lecturas obligadas -o al menos sugeridas- de Secundaria. Sí, en cambio, el coñazo de La Celestina o la incomprensible, para un chaval de 17 años, Tiempo de silencio. Vi en Gómez a una chica con el libro, edición de bolsillo, y me alegré.

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En aquella página estupenda que he citado al comienzo de este post, se contaba aquel último viaje de Hem a Pamplona. Ya era premio Nobel, ya era una celebridad mundial, casi una figura de museo de cera andante, y el personal loquito por hacerse una foto con él. Me gustan mucho sus fotos con toreros como Ordoñez: eran años en los que aún pervivía como una elegancia en las formas, un estilo humano que hoy es pieza de museo invisible.

Se suicidó dos años después, en su casa de Ketchum, un 2 de julio de 1961. Tenía reservada su habitación de siempre en La Perla, la 217, el mismo hotel en que hace un par de semanas se hospedó otro legendario, Woody Allen. También había reservado su abono para la feria taurina de San Fermín’ 61. La vida seguía para él, la tenía prevista, planeada, organizada, pero cuatro días antes de que sonara el chupinazo, decidió tirar su propio cohete, el último, el que ponía fin a una vida de fiesta. ¿Tuvo algo que ver en tan dramática y romántica decisión la inminencia de la procaz y jolgoriosa fiesta de San Fermín? Quizá sí, porque vivir siempre de fiesta (París era una fiesta) puede resultar también terriblemente duro. La muerte es el silencio, dicen los poetas vivos, y puede que el bueno de Hem fuera lo que realmente andaba buscando.

Mi amigo Latinajo me comentó el artículo de Vargas Llosa del domingo en El País, y que merece la pena leer con calma. En primer lugar, porque el escritor se posiciona del lado palestino, del lado de los que sufren, del lado de los puteados. Se moja, y lo hace por unos motivos. Lleva a cabo Vargas un loable y limpio análisis de la situación, y trata de entender el origen del conflicto. Gaza es una ratonera. Es más, hay ratas. Viven un millón y medio de personas, arrinconados por obra y gracia de Israel, que se las ha apañado para incomunicar a esta región, «cerrándole el uso de agua y mar», y dejándo salir solo «con cuentagotas» a sus ciudadanos, después de «trámites abrumadores y humillantes».

Las comparaciones históricas son odiosas, nunca son exactas, ni del todo justas, pero los judíos de Israel han creado un revival del gueto de Varsovia, con palestinos esta vez. «Me pregunto si algún país en el mundo hubiera podido progresar y modernizarse en las condiciones atroces de existencia de la gente de Gaza», dice Vargas Llosa. No se justifica, pero sí se entiende la escalada violenta de un pueblo que vive en esas condiciones. Sí, que se llegue al lanzamiento de cohetes, picaduras de mosquito comparadas con los cañonazos (para matar moscas) que emplean los militares de Ehud Olmert.

Vargas Llosa, como Juan Goytisolo hoy mismo, se ha dedicado a señalar la verdad: que Israel se está pasando tres pueblos. Que así no solucionará nada. Que hay intereses electorales detrás de toda esa macabra campaña, lo cual no es sino más asqueroso aún.

Acaba el artículo alabando al periodista israelí Gideon Levy, ojo crítico de las malas artes de su pueblo, al que ha dudado en calificar en dos ocasiones de «matón de barrio». Valentía y decencia de la que no se han contagiado esos otros judíos siempre candidatos a rutilantes premios, como Amos Oz o David Grossman. Me recuerdan a ciertos escritores venezolanos que, de la noche a la mañana, se alineó junto a Chávez para no perder su privilegiada posición pesebreril. ¿Y qué hay de los Woody Allen, Philip Roth, Steven Spielberg o Bob Dylan, judíos de corazón y hasta sangre, o el propio Leonard Cohen, mi querido L. Cohen, ahora que lo tenías tan a huevo?

¿Dónde están los manifiestos? ¿La repulsa común? ¿La cohesión frente al horror? Hablan de paz. Sí, que llegue la paz. Con una tibieza que es indigna cobardía.

Amos Oz

Amos Oz

El viernes, con V., en la Fromagerie Normande. Leí en 11870 que el sitio era de 6. Pensé que sería una crítica demasiada dura y que, lo más probable, es que fuera de 7. No me apetecía un sitio de 9, porque a veces se alcanza más felicidad en torno al 6,5 que en cotas mayores, sobre todo para los que tenemos algo de epicúreo-estoicos (sí, de los dos a la vez).

El sitio es recomendable porque, en efecto, era más de 7 que de 6. Uno de esos locales que tienen un halo como de set de sitcom americana que recrea un restaurante francés. Mesitas pequeñas, juntas, y en cada una de ellas una pareja desplegando su particular abanico de arrumacos, gestuales y orales. Pero vayamos al meollo, a las Pequeñas Cosas mejorables. La ensalada. Debe estar compuesta antes de ser servida. No vale con una salsa complementaria, por mucha mostaza al vino y toque secreto que lleve. Agregar salsa a unas envidias tiesas es una actividad que se hace en los hospitales, en los self-services de las universidades públicas y en establecimientos de carretera, tipo Pransor. No debería haber sido así en la Fromagerie Normande, no, pero así sucedió, amigos. También podría hablar de la escasez y poca imaginación de las salsas que acompañaban a la carne para la fondue, pero no lo haré. Eso ya son detalles menores. El servicio, por cierto, sí que me pareció de diez.

Por último, en esta suelta algo cáotica de elementos que la comisión inspectora de la subsección hostelera que el PPC creará algún día, me gustaría hablar un poco del vino. De pronto, ante los recientes ataques de pijoterío culinario (ya no hay purés, todo son cremas; ya no hay macedonias, todo son ensaladas de frutas; ya no hay berros, sino canónigos), parece como si el vino fuera todo un producto exótico. Una cosa como de ultramares de los ríos que hay que pagar a doblón. Algo parecido al misterio de las naranjas, producto del que, en el país del sol, la luz y los cítricos, no entiendo porque cuesta como mil pelas el zumillo en cualquier barucho de Embajadores. Si me encuentro con Leopoldo Abadía, le pediré que me lo explique.  

Volvamos al vino. Hacer hoy una París-Niza en Pamplona exigiría pedir un crédito cuantioso. Pagar menos de 2,5 euros por un chorrillo de zumo de uva parece hoy imposible en cualquier parte. El sábado, Madrid, calle Cava Baja. Seis vinos y un poco de queso puro de oveja: 24 euros. Para todo lo demás, Masterjarl. En un país en el que se arrancan viñedos con nocturnidad y alevosía, de tanta producción que hay, tiene endrinas la cosa. Poca gente sabe que en Castilla-La Mancha se encuentra la superficie vitivinícola más extensa del mundo, con casi 200.000 hectáreas dedicadas a la uva. Recuerdo que, cuando viví en Ciudad Real, solía comprar unas botellas de Valdepeñas a 1 euro que estaban muy ricas. No nos timen, por favor. Aunque casi ninjas, tenemos derecho también a salir por ahí de vez en cuando.

Vid en Castilla-La Mancha

Vid en Castilla-La Mancha

El gran Molusco, en su aventura canadiense, habla de cómo en todas las brasseries de Quebec se incluye, por defecto (bendito defecto), el agua, pan y mantequilla, en cantidades sin limitaciones. Como pasa en Francia, básicamente, loable hábito que la provincia canadiense francófona ha querido mantener.

A mí, particularmente, me jode tener que pagar por un agua mineral que mi hígado, no tan refinado, no ha pedido. Con el agua del grifo, con su cal, cloro y demás minerales sacio mi apetito hidrófogo. Hay como un vacío legal ahí y parece como que sirviendo agua mineral Pijaqua todo se soluciona. Pero no. Los amantes del agua de nuestros pantanos usamos la palabra clave jarra, soportando la vergüencilla que ello implica; es una cuestión de principios. «Tráigame una jarra de agua, por favor». Pero no siempre surte, nunca mejor dicho, efecto, y el camarero te trae una dosis de agua embotellada que sabe incluso peor que el agua corriente.

Otro vacío legal que habría que pulir y debatir en algún congreso a puerta cerrada del PPC tiene que ver con la delimitación de funciones de los camareros. Este sábado, acudí con Violeta a un establecimiento que recomendaba la guía LeCool: La Piola, en la entrañable calle León de Madrid. Sufrí de nuevo algo que ya experimenté una vez en una tetería de la calle Santa María: el estatismo de los camareros. Sí, mucha guía LeCool, camareros ídem, pero de un estatismo que ni La Cibeles. No sé que opinaría Arias Cañete al respecto, pero sé de decenas de camareros inmigrantes mucho más solícitos que aquéstos.

Uno se acomoda en toda esa culedad y no sabe si vendrán o deberá ir. Tras unos minutos de quietud, en que el camarero habla o lee alguna novela comprada en La Central, el cliente colige que, o mueve el culo, o morirá de sed. El cliente recoge también los ceniceros, las tazas de café con posos que harían las delicias de alguna putonisa (dícese de las prostitutas que combinan su viejo oficio con la lectura de la carta astral) y los traslada a la barra. Una vez allí, entre humazos poco cooles, el cliente intentará eludir esa sensación de tío que molesta para pedir algún bebedizo exótico, claro está.

Eso está bien si uno, el cliente, se siente activo y con ganas de ayudar. No mola tanto si se acude con alguien de poca confianza (una amistad de éstas cibernéticas, una muchacha a la que se quiere conquistar o lo que sea…) y el ‘tomar algo’ se convierte en un ir, venir, pedir, traer, esperar, sentarse, levantarse. Mire ushhhté, para eso me quedo en mi casa.

Más adelante sigo con otras quejicosas. Gracias.